Los aceros suenan al cruzarse. No es un sonido agradable cuando te juegas la vida. Procuro mantenerme de perfil a mi contrincante, para ofrecerle la menor parte posible de mi cuerpo como blanco. Él, pertrechado en su armadura, se cubre menos que yo, confiado en su mandoble y sus protecciones. Yo me muevo ligero entre sus estocadas, mi arma, un florete mucho menos pesado que su espada, parece endeble en cada golpe, pero resiste. Yo soy paciente y habilidoso, mi jubón de cuero me proporciona una protección escasa, a cambio de una movilidad absoluta.
Un pequeño estruendo resuena en la sala cuando su mandoble golpea una de las columnas con las que protejo momentaneamente mi cuerpo. Sus golpes me duelen en la muñeca, un par más de esos y tendré que coger el florete con las dos manos, ¡qué deshonra!
Es grande y rápido a pesar de la armadura, pero en estos casos soy más paciente todavía. Al final, en pocos minutos se moverá demasiado lento, se escuchará su resuello pidiendo un respiro y estará perdido.
Esquivo un golpe alto y flexiono mis piernas impulsando mi cuerpo hacia delante, le alcanzo con un movimiento rápido en el pecho, en la armadura, cosa que, obviamente, no le hiere y que me deja en una posición poco deseable, demasiado cerca. Se abalanza sobre mí y rodamos por el suelo.
La cosa se complica, con esa coraza debe de pesar cincuenta kilos más que yo.
Pierdo el florete en el envite y él se desentiende de su espada cuando le golpeo con un puñal en el guantelete. Por supuesto, no le he herido con la hoja, pero le he hecho daño en la mano y lo he despistado lo suficiente para zafarme de él.
Me alejo y busco mi florete por el suelo, y me arrepiento de no haberle rematado con un golpe certero de mi puñal en su garganta. Ahora ha recuperado su mandoble, yo estoy sin florete y él sabe que estoy en desventaja. Escucho su risa mientras se levanta despacio, su puñetera armadura le hace lento, pero tiene pocos huecos por donde hundirle el arma. Estoy en el momento justo para huir y desistir, él se interpone entre el cofre y yo, pero el camino hacia la puerta esta despejado y no podría seguirme ni cincuenta metros con esas pesadas protecciones. Sólo aprieto los dientes.
Se acerca. Le espero con el puñal en mi derecha y hago que observe mi mano izquierda desnuda, quiero que se confíe y piense que no llevo más armas. Tengo que acercarme demasiado para matarle. Esquivo su primer golpe e intento aproximarme, ¡imposible! Su segundo mandoble roza mi jubón y retrocedo otra vez. Me escondo tras una columna y recojo algo de arena del suelo con la mano.
Vuelvo a encararme a él, me ha dicho algo, pero no le he entendido. Nuevamente intenta golpearme y lo vuelvo a esquivar. Le lanzo la arena a los ojos y fallo.
Se rie de mi ineptitud. Tropiezo y me arrastro lejos de su siguiente golpe. El actúa demasiado lento ante mi infortunio y deja escapar la oportunidad.
-Te queda poco, bailarín. Voy a ensartarte con mi espada.
Lanza un nuevo golpe acuchillando el aire y me arrincona en una pared. Cuando regresa su brazo con otra puñalada, tomo impulso con mis piernas y me abalanzo contra él, no se lo espera y no puede armar su brazo, chocamos, mi cuerpo contra su hombro. Eso hace que mantenga su espada abajo, mis manos libres, él lento y pesado, mis fuerzas justas, casi no lo derribo. Casi.
Intenta levantar el mandoble desde el suelo, pero yo ya estoy encima, con la mano derecha levanto su casco y con la izquierda clavo mi puñal en su garganta y lo levanto hasta el cerebro. Lo mantengo firme mientras mi mano se llena de su sangre y él se ahoga con ella, hasta que no se mueve.
Me retiro rápido de encima, para evitar un posible golpe postrero, pero no lo intenta. Sus únicos movimientos ya son leves estertores. Estoy sudando. Mi ánimo oscila entre el terror y la euforia.
Recojo mi florete y diviso el cofre. Lo abro. Está vacio.
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