―Ahí viene el chele en su nave...
―Pues parece que hoy sí le pondremos los zapatitos blancos.
Tenían un deje amargo, los comentarios de los sicarios, llenos de vileza y venganza, pero en dos cuerpos enjutos, casi famélicos, jóvenes mal carados y mal hablados, la vida les dio poco y ellos devolvieron a la vida menos. Gente con la que no te gustaría cruzarte en un callejón de noche. Ni de día.
Arrancaron la moto y siguieron al coche, justo lo alcanzaron cuando el semáforo mutó a verde, así que lo persiguieron esta vez mucho más cerca, hasta el siguiente rojo. La casualidad quiso que ese día el conductor fuera solo.
No necesitaron esperar mucho. Enseguida paró el vehículo. El motero sacó un revólver debajo de su chaqueta raída y empezó a disparar al auto. El paquete hizo lo mismo con una Uzi polvorienta. Cosieron el coche a tiros. Por detrás, por el lateral, por delante. No pararon la moto en ningún momento y, en cuanto se terminaron las municiones, no recargaron, simplemente continuaron la marcha dejando atrás un coche gruyer.
Ricardo reaccionó unos segundos después. Se hallaba acurrucado junto al pedal de freno y, con el pantalón mojado y las pulsaciones aceleradas, se palpó todo el cuerpo buscando alguna herida de bala. Pero no encontró nada. Salió del coche cuando el primer curioso se acercaba para ver la masacre. Vio la sorpresa en su cara, mezclada con la decepción porque el supuesto muerto se movía.
Ricardo no le prestó atención, observaba sus manos temblorosas, como un niño que descubre sus extremidades por primera vez.
Una semana después, y mientras despegaba el avión rumbo a España, pensó que no se arrepentía. Solo uno de los diez goles, el sexto exactamente, fue culpa suya cuando al salir al despejar un centro al área chocó con su compañero y el delantero húngaro aprovechó para marcar a puerta vacía.
Se iba del país una temporada. A pesar de recibir la mayor goleada en un mundial, tenía varias ofertas de jugar en el extranjero y se había decidido por el Murcia, un equipo español con un proyecto interesante donde el idioma no sería un problema.
Pero se iba dolido. Había personas que idolatraban el fútbol en su país más que cualquier religión y no le perdonarían nunca. Ahí estaban los titulares del día siguiente de su atentado frustrado:
«El peor portero del mundo. Otros 22 tiros y no paró ninguno. Ricardo ileso».
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