Aprovechamos las vacaciones de mi novia para invadir su piso. No os llevéis a engaños, eramos una pareja de cuarentones que habían encontrado su segunda oportunidad, pero esa es otra historia. Ella se había ido de viaje a Tanzania, así que me traje a mis hijos a su pequeño piso. Después de tres años pasando las vacaciones en casa de mi madre, un periodo familiar para compartir espacio los tres solos me pareció apropiado, casi ideal.
Yo estaba en búsqueda de empleo. Más exactamente preparándome en una academia, así que las mañanas las pasaba estudiando en clase. Pero mi hijo pequeño no quería estar en casa, el siempre intentaba pasar el máximo tiempo posible conmigo los periodos que no estaba con su madre, así que se me presento el dilema de como acudir a la academia, ahora serian el doble de tickets de autobús de ida y vuelta, y para la estrecha economía de un parado sin prestaciones era un gran problema. Mi hija mayor, en cambio, no tenia problema en dormir toda la mañana.
Así fue como volvimos a montar en bicicleta. Hacia años que no lo intentábamos. Mi hijo tenia nueve años y todavía no sabia montar. Su hermana había aprendido conmigo con tan solo tres años, pero no todo el mundo necesita el mismo tiempo. Y en gran parte la culpa de que todavía no supiera montar en bicicleta era mía. Me fui a trabajar al extranjero unos años y en los breves periodos de tiempo que regresaba, no nos daba tiempo a entrenar lo suficiente. Mi ex tampoco intentaba enseñarle y cuando nos divorciamos la bicicleta se quedo en su casa, pero mi hijo nunca la usaba. También había heredado el niño mi deficiente sentido del equilibrio y eso, con las prisas, lo complicaba todo.
Tampoco tenia una bici adecuada para su tamaño. Todo eran pegas. Pero mi novia tenia una bicicleta plegable y eso se adaptaba al tamaño del niño. Salimos a una hora prudencial, que eso en Valencia en agosto es pasadas las siete de la tarde. Se cayó dentro del portal, se tropezó al salir con la puerta. No sabia frenar, ni dar las curvas. Tardamos mucho más de lo normal en alcanzar el viejo cauce del Turia. Fue allí donde aprendió a montar en bicicleta. En una de las rampas que hay para bajar al lecho del cauce, empezó a coger confianza. La bajaba despacito, usando los frenos, después yo le empujaba cuesta arriba y volvíamos a bajar. Yo corriendo a su lado. O detrás de el. Cada vez era un intento diferente, a veces nos cruzábamos en la cuesta con viandantes. Otras con ciclistas. Diez veces repetimos el ejercicio. El encantado, yo con el corazón desbocado persiguiéndole a pie. Tardamos más dos horas en regresar a casa.
A partir de ese día, todas las mañanas cogíamos la bicicleta y hacíamos más de cinco kilómetros en ir a la academia, y otros cinco en volver. Y por las tardes visitábamos sitios de la ciudad. El puerto, el parque de cabecera, la ciudad de las artes y las ciencias, una pista de skate...
Aprendió a ponerse de pie, a soltarse de manos, a cambiar de marcha. A mediados de mes regresó mi novia, y poco después los niños regresaron con su madre, pero Iker no olvidó jamás como montar en bicicleta.
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