domingo, 21 de julio de 2019

De León a Valencia.

Tenemos a un anciano en la habitación. Anciano es una palabra imprecisa para definir la edad del sujeto. Podría estar entre los sesenta y los ochenta años. Si su edad fuera aún mayor, se podría decir que en apariencia se conserva muy bien. Luego, al iniciar una conversación con él, descubriríamos que su mente no está tan ágil. Quizás la palabra anciano no termina de definir correctamente a esta persona, así que para referirnos a él usaremos su apellido, el señor García, con eso será suficiente por el momento.
El señor García se encuentra sentado al borde de la cama, en una habitación aséptica, que podría pertenecer a una residencia o a un hospital, pero el señor García no recuerda exactamente dónde está, ni qué hace allí, ni tan siquiera cuánto tiempo lleva alojado en esa habitación de paredes blancas, sin cuadros, ni fotografías, ni objetos que puedan ejercer ningún tipo de recuerdo sobre él. Su mente está ajena a lo que ocurre a su alrededor, con la vista centrada en un punto inconcreto de la habitación, un poco por encima del escritorio que se encuentra a la derecha de la cama. Está sentado de espaldas a la puerta, por la que entran dos personas en este momento, aunque el señor García no sea consciente del hecho hasta que aparecen en su campo de visión e interactúan con él.
―Buenos días, abuelo. ¿Cómo estás hoy?
―¿Recuerdas algo de la conversación de ayer?
El señor García ha escuchado la palabra abuelo, por lo que entiende que al menos uno de ellos debe de ser su nieto. Aunque en este momento no llegue a recordarlo. Eso molesta al señor García aunque, fijándose bien en ellos, sus rostros le parecen familiares.
―La cabeza me falla más de lo que me gustaría, desgraciadamente ni tan siquiera recuerdo quiénes sois.
―Abuelo, nos estabas contando un accidentado viaje que realizaste de pequeño con los bisabuelos y tus hermanos, en un viejo Seat 127 blanco...
―Un inicio de vacaciones de verano, yayo, ibais de León a Valencia.
Y entonces la mente del señor García encuentra de una manera nítida ese recuerdo y comienza a hablar, como si la conversación del día anterior no se hubiera interrumpido y el resto de sus preocupaciones ―dónde está, qué hace allí, qué le pasa a su memoria― no fueran importantes.
―Bajábamos un par de veces al año a visitar a la familia a Valencia. Nosotros vivíamos lejos, pero en vacaciones mis padres siempre organizaban unos días para visitar a los abuelos y a los tíos, nos repartíamos entre los abuelos de Torrente y los de Valencia. Madrugábamos mucho el día del viaje, que nunca duraba menos de ocho horas, pero hubo un año en el que se alargó más de doce.
El señor García sonríe mientras rememora y sus dos nietos, ahora ya sabemos que los tres son familia, escuchan embelesados.
―Era un domingo de mucho calor, aunque a las siete de la mañana, todavía no se notaba. Al alcanzar Medina de Rioseco el motor empezó a humear y tuvimos que parar. Mi padre, vuestro bisabuelo, no era un gran experto en motores, pero tenía don de gentes y se apañó para localizar a un mecánico el primer domingo de agosto en un pueblo donde no nos conocían. Tras una hora allí parados la conclusión fue que el radiador estaba agujereado y perdía agua. No había opción de conseguir la pieza ese mismo domingo, pero se podía continuar el viaje realizando frecuentes paradas para ir rellenando el viejo radiador y evitar así que el motor se recalentara. Eso nos hizo ralentizar el viaje.
Ahora el señor García hace una pequeña parada en su exposición para beber un poco de agua de un vaso que hay en la mesita de noche que acompaña a la cama.
―Pero el problema mayor era el calor que hacía en aquel coche sin aire acondicionado. Al pasar Madrid el tiempo cambió bruscamente y unos enormes nubarrones oscuros precipitaron sobre nosotros una breve y repentina granizada, que a los pocos minutos se devaluó en una potente lluvia que caía sobre nuestro vehículo. Y entonces, sin venir a cuento, el cristal de la aleta trasera derecha del coche se desprendió, dejándonos a mí y a mis hermanos a la intemperie. Mi padre detuvo el coche para intentar que no entrara agua por la ventanilla y a mí me tocó colocarme bajo ella y sujetar el cristal, que no se había roto. A los pocos minutos estaba tiritando de frío.
―¿Por qué tuviste que ponerte tú, abuelo? ―interrumpió uno de los nietos.
―Yo era el mayor de los tres, mis hermanos eran todavía demasiado pequeños, yo rondaría los diez años entonces.
―¿Y te resfriaste, abuelo?
―La verdad es que no me acuerdo. ―Se sinceró el señor García―. Pero recuerdo que mi padre paró en Tarancón y que al subir las escaleras mi hermana se cayó y se golpeó en la nariz, que empezó a sangrarle copiosamente. Tras ese nuevo percance reanudamos la marcha en dirección a Valencia, pero todavía tuvimos tiempo de pinchar una rueda y que mi padre tuviera que cambiarla en mitad de la lluvia, sacó todas las maletas del atiborrado maletero para poder alcanzar la rueda de repuesto y el gato para levantar el vehículo. Cuando entró en el coche estaba completamente empapado. Más de doce horas nos ocupó aquel día todo el trayecto.
A partir de este momento el señor García deja de hablar. Su mente queda alojada en aquellos recuerdos de juventud. A los pocos minutos sus dos nietos abandonan la habitación y dejan al señor García nuevamente solo.
―Ha mezclado dos viajes diferentes esta vez ―dice el más alto de los nietos.
―Ya, ha pasado del verano al invierno al cruzar Madrid. ―Sonríe el segundo. ¿Crees que rememorar estas historias le hace bien?
―Los papás dicen que sí. Dicen que recordar cosas ralentiza el alzhéimer.
―Bueno, mañana nos pasaremos otra vez después de clase.

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